El horizonte de la ciudad se extendía como una jungla de acero y cristal más allá de las ventanas panorámicas de Ellis and Company. En su interior, en la cima de su imperio, Raymond Ellis pasaba las hojas de una propuesta que ya había aprobado, su mente a kilómetros de distancia. El peso en sus sienes no provenía de los informes financieros ni de las reuniones de la junta; provenía del calendario. 22 de marzo. El cumpleaños de Rachel. Su hermana. Hacía diez años que no la veía, diez años desde que una carta fría y distante le anunció que se marchaba a Francia, exigiéndole que nunca, bajo ninguna circunstancia, volviera a poner un pie en la vieja mansión de campo que le correspondía por herencia. Raymond había cumplido su promesa. Pero esa noche, el silencio y los recuerdos se volvieron insoportables, empujándolo a romper su palabra y a conducir hacia la casa que guardaba las llaves de un misterio mucho más oscuro y aterrador de lo que jamás podría haber imaginado.

La Mansión Congelada en el Tiempo

El camino hacia la mansión era un túnel a través de campos salvajes y árboles nudosos que se alzaban como espectros en la penumbra. La verja de hierro forjado, oxidada por el tiempo, chirrió como una advertencia cuando Raymond la empujó. La casa apareció ante él, una silueta imponente contra la luz moribunda del crepúsculo. Las paredes de piedra, antes prístinas, estaban manchadas por la negligencia, y las enredaderas se aferraban a los balcones como dedos esqueléticos. Durante una década, la casa había sido un fantasma en su mente; ahora, de pie ante ella, parecía un mausoleo esperando ser abierto.

Al entrar, el silencio lo golpeó. Un silencio absoluto, pesado, cargado con el polvo de diez años de abandono. Los muebles, cubiertos con sábanas blancas, parecían figuras fantasmales velando un cadáver. Todo estaba exactamente como Rachel lo había dejado, congelado en el tiempo. Era un abandono deliberado, preciso, como si hubiera tenido la intención de volver. En la habitación de Rachel, encontró un desorden ordenado: libros en las estanterías, papeles amarillentos en el escritorio y una pequeña llave de latón sobre la mesita de noche. Una certeza silenciosa se apoderó de él. Sabía a dónde pertenecía.

El Descubrimiento en la Oscuridad

La puerta del sótano, oculta y casi olvidada, cedió con un suave clic. Un aire viciado y húmedo se derramó desde la oscuridad. Tiró de la cadena de una bombilla solitaria, y una luz amarilla y parpadeante reveló unos escalones de piedra que se perdían en las sombras. A medida que descendía, el olor a moho se intensificaba, mezclado con algo más, algo viejo y equivocado. Y entonces, lo oyó. Un susurro, una respiración débil y superficial. No estaba solo.

En el rincón más alejado, acurrucada contra los ladrillos desmoronados, había una figura. Una chica. Apenas una sombra, cubierta de mugre, con el pelo enmarañado y los pies descalzos. Cuando levantó la cabeza, sus ojos huecos y aterrorizados se clavaron en los de él. Raymond se quedó helado. “¿Quién eres?”, logró susurrar. Ella no respondió, solo se encogió más, revelando moratones, unos viejos y otros no tanto, que florecían en su piel sucia.

Un crujido en las escaleras lo hizo girar. Un hombre lo observaba desde arriba, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos. Era Victor Clark, el antiguo cuidador de la finca, un rostro familiar pero afilado por el tiempo. “Hacía mucho tiempo, señor Ellis”, dijo, su tono casual, como si encontrar a una chica encerrada en un sótano fuera un inconveniente menor. “Veo que ha encontrado a Andrea”.

Una Red de Mentiras y una Verdad Inquietante

Victor descendió con una calma desconcertante. “Es mi hija”, explicó, aunque la forma en que Andrea se estremeció ante su cercanía gritaba lo contrario. “No está bien. Ha estado enferma durante mucho tiempo”. Afirmó que la propia Rachel había dispuesto que él se quedara cuidando la casa antes de marcharse. Pero nada de eso tenía sentido. La insistencia de Rachel en que nadie tocara la casa, su posesividad, chocaba con la idea de dejar a un cuidador, y mucho menos a uno que mantenía a su supuesta hija encerrada en un sótano “por su propia seguridad”. Raymond, sintiendo la amenaza latente en la autoridad tranquila de Victor, decidió retirarse. Por ahora.

Esa noche no durmió. La imagen de los ojos de Andrea lo perseguía. Al día siguiente, regresó a la mansión, esta vez preparado. Encontró a Andrea en el mismo rincón, y lentamente, le ofreció comida y agua. Ella devoró una barrita de granola como un animal hambriento, confirmando las peores sospechas de Raymond. Con delicadeza, le preguntó cuánto tiempo llevaba allí, si alguna vez había salido. La respuesta fue un leve movimiento de cabeza. Ella nunca había visto el mundo exterior. Estaba atrapada.

El sonido de los neumáticos de Victor en la grava lo obligó a huir, pero no antes de prometerle a Andrea que volvería. Esto ya no se trataba de Rachel; se trataba de salvar a esa chica.

La Investigación y la impactante revelación

Raymond contrató a David, uno de los mejores investigadores privados de la ciudad. Los hallazgos de David fueron rápidos y escalofriantes. Victor Clark no era solo un cuidador; su lealtad a la familia Ellis había sido, en realidad, una obsesión enfermiza con Rachel. Lo más impactante fue que no había registros de que Rachel y su esposo, John, hubieran llegado a Francia. Sin registros de inmigración, sin transacciones bancarias. Simplemente se habían desvanecido. Y Andrea, la chica del sótano, no existía oficialmente. Sin certificado de nacimiento, sin historial escolar o médico. Era un fantasma.

Armados con esta terrible verdad, Raymond y David volvieron a la mansión una última vez, en busca de pruebas definitivas. En la habitación de Rachel, escondido entre sus libros, encontraron una carpeta con correos electrónicos impresos. Supuestamente de Rachel, enviados a lo largo de los años desde Francia. Pero el tono era frío, impersonal. “Esta no es ella”, murmuró Raymond. El remitente lo confirmó: los correos habían sido enviados desde la propia mansión.

La prueba final estaba en un pequeño diario de cuero cerrado con llave en el escritorio de Rachel. Una vez forzado, Raymond vio la escritura familiar de su hermana en las primeras páginas. Pero a mitad del libro, la caligrafía cambió. Se volvió irregular, y luego, inconfundiblemente, era la letra de Victor.

En ese momento, un grito agudo resonó desde el sótano. Andrea. Raymond se lanzó hacia la puerta, pero David lo detuvo. “¡No todavía!”, susurró. “Si vas ahora, lo sabrá. Necesitamos pruebas, no solo sospechas”. Con el corazón martilleándole en el pecho, Raymond se obligó a retroceder, la furia y la impotencia ardiendo en sus venas.

De vuelta en su oficina, con el diario en sus manos, Raymond comenzó a leer la última entrada escrita por su hermana, fechada diez años atrás. “John se fue hoy de viaje de negocios”, escribió Rachel. “Víctor ha estado extraño últimamente. Siempre observando, siempre rondando. No sé por qué, pero no puedo quitarme esta sensación de encima”. El diario se detuvo ahí. El resto de las páginas, escritas por la mano de Victor, contenían la horrible verdad que Raymond estaba a punto de descubrir. La verdad de lo que le había sucedido a su hermana y de quién era realmente la chica del sótano. La guerra por la justicia acababa de comenzar.