Scott conducía a casa, exhausto. Como director de la empresa que su padre le había legado, el peso de la responsabilidad parecía aplastarlo cada día un poco más. Pero más allá del cansancio laboral, era la abrumadora soledad de su enorme y vacía mansión lo que realmente lo ahogaba. Su única conexión verdadera, su madre Helena, se desvanecía lentamente en las garras del Alzheimer avanzado. Scott, un hombre conocido por su profesionalismo y dedicación, era en el fondo un alma solitaria anhelando un propósito más allá de los balances financieros y las reuniones de junta. No sabía que, en la oscuridad de una caminata nocturna por el bosque, estaba a punto de encontrar exactamente eso en la forma de una pequeña niña perdida.

Un Encuentro en la Oscuridad

Esa noche, buscando un respiro del silencio opresivo de su hogar, Scott se adentró en el bosque que rodeaba su propiedad. La calma de la naturaleza era un bálsamo para su mente inquieta. Fue entonces cuando un sonido débil y ahogado rompió la quietud: el sollozo de un niño. Siguiendo el ruido, encontró a una pequeña figura acurrucada bajo un árbol. Era una niña, sola y llorando en la oscuridad.

Con una compasión que no sabía que poseía, Scott se acercó con cuidado. La niña, llamada Emily, le contó que se había perdido. Cuando Scott se ofreció a llevarla a casa, la respuesta de la niña lo dejó helado. “Mi casa es una pequeña casita de cartón”, dijo con una inocencia desgarradora, “en un lugar donde nadie más quiere estar”. El corazón de Scott se encogió. La niña no solo estaba perdida; no tenía hogar.

En un impulso que desafiaba su naturaleza reservada y metódica, Scott la invitó a pasar la noche en su mansión. La reacción de Emily al ver la grandiosa casa fue de puro asombro. “¡Parece un castillo de cuento de hadas!”, exclamó, y su alegría genuina encendió una chispa de felicidad en el solitario corazón de Scott.

Un Acto de Bondad, un Muro de Desaprobación

Sin embargo, su buena acción no fue bien recibida. Donna, su ama de llaves de toda la vida, reaccionó con sorpresa y desaprobación. “No puede simplemente traer a una extraña a la casa, señor Scott”, le reprendió, preocupada por las enfermedades y los riesgos, especialmente para la frágil salud de Helena. Pero Scott se mantuvo firme. “Esperaba más compasión de usted, Donna. Es solo una niña que necesita ayuda. No le daremos la espalda”. Con una autoridad que rara vez ejercía en su propia casa, ordenó a Donna que preparara un baño, ropa limpia y una comida para Emily.

Para Emily, esa noche fue un sueño. La habitación se sentía como un palacio, la cama era la más suave en la que había dormido y la comida, un festín. Scott, sintiendo una oleada de satisfacción al verla tan feliz, incluso le leyó un cuento antes de dormir. Por primera vez en mucho tiempo, la mansión no se sentía tan vacía.

El Descubrimiento de un Tesoro Olvidado

Al día siguiente, con Scott en el trabajo, Donna confinó a Emily a su habitación con órdenes estrictas de no salir. Pero la curiosidad de la niña fue más fuerte. Tan pronto como el ama de llaves se alejó, Emily se escabulló para explorar el “castillo”. De deambular por pasillos llenos de retratos antiguos y jarrones gigantes, llegó a una puerta entreabierta. Era la habitación de Helena.

La anciana estaba sentada en su silla, su mirada perdida en la distancia. Emily, sin miedo, se sentó a su lado y comenzó a hablarle, contándole historias del bosque, sintiendo una extraña conexión a pesar del silencio de Helena. Su espíritu aventurero la llevó a explorar la habitación, y en un enorme armario, encontró un tesoro: una vieja guitarra y, escondido junto a ella, un antiguo cuaderno.

El cuaderno era un diario, las páginas amarillentas llenas de la caligrafía de Helena. Era un intento desesperado de aferrarse a los recuerdos que el Alzheimer le estaba robando. Pero entre las reflexiones personales, Emily descubrió la verdadera pasión de Helena: la música. El diario estaba lleno de letras de canciones y melodías, el alma de una compositora olvidada. Una canción en particular capturó su atención, una dedicada a su hijo Scott, con letras que desbordaban un amor maternal profundo y eterno.

La Misión de una Niña

Esa tarde, durante otro paseo por el bosque, Emily le preguntó a Scott si su madre era compositora. Sorprendido, Scott confirmó que sí, e incluso comenzó a tararear la melodía de la canción que Helena le había escrito. El momento fue emotivo, y Emily, sintiéndose en confianza, compartió su propia historia: su padre, quien le había enseñado a tocar la guitarra, había muerto de una enfermedad cardíaca, dejándola sola. Su valentía y resiliencia conmovieron a Scott profundamente, solidificando un vínculo que ya se sentía paternal.

Esa noche, Scott le anunció a una escéptica Donna su decisión: quería adoptar a Emily. “Nunca he estado tan seguro de nada en mi vida”, dijo. “Ella me ayudó a darme cuenta de lo que faltaba en mi vida”.

Mientras tanto, Emily tenía su propia misión. Inspirada por las palabras de Donna de que la música a veces puede llegar a partes de la mente que se creían perdidas, se propuso despertar los recuerdos de Helena. Armada con el diario y la guitarra, pasó el día siguiente en la habitación de la anciana. Primero, intentó hablarle, leyéndole las letras de sus propias canciones. No hubo reacción. La mirada de Helena permanecía vacante.

Sin desanimarse, Emily recordó haber visto partituras en el armario. Las encontró y, con una emoción ansiosa, comenzó a cotejar las melodías con las letras del diario. Con la vieja guitarra de Helena en su regazo, sus pequeños dedos comenzaron a rasguear los acordes, su voz suave llenando la habitación con las canciones olvidadas. Emily esperaba que, al combinar la música y la letra, pudiera construir un puente hacia la mente perdida de Helena, una melodía que la guiara de vuelta a casa.