La lluvia caía en láminas implacables sobre Chicago, un reflejo de la tormenta que se agitaba en el corazón de Kathleen. Aferrada al volante de su coche de lujo, el mundo exterior se desdibujaba en un borrón de asfalto mojado y luces sangrantes. No era una noche para los negocios; era una noche para los fantasmas. Seis años. Seis años desde que la risa de su hija Julia se había extinguido, seis años desde que se desvaneció sin dejar rastro, dejando tras de sí un hogar vacío y un dolor sordo y persistente. Un relámpago iluminó una curva cerrada demasiado tarde. El coche patinó sobre el agua, girando sin control antes de estrellarse contra un poste. Metal retorcido, cristales rotos y, por un instante, un silencio absoluto.

De la oscuridad emergió una figura pequeña y temblorosa. Una niña, empapada y con la piel pálida, abrió la puerta del coche. “¿Estás bien?”, preguntó su voz, una mezcla de urgencia y calma infantil. Kathleen, aturdida, salió del vehículo destrozado, apoyándose en la niña para no caer. Fue entonces, bajo el resplandor de un lejano farol, cuando lo vio. Alrededor del cuello de la niña colgaba un collar de plata con un delicado colgante de trébol. Kathleen sintió que el corazón se le detenía. Grabada en el metal, apenas visible, había una “J”. “¿Dónde conseguiste eso?”, preguntó, su voz quebrada. “Pertenece a mi hija”.

La niña, que se presentó como Sarah, retrocedió asustada, murmurando que lo había encontrado en la calle. Pero para Kathleen, las coincidencias habían terminado esa noche. Llevó a Sarah a su imponente y solitaria mansión, un acto impulsivo nacido de una mezcla de gratitud y una esperanza tan improbable que dolía. Al llegar, fueron recibidas por Rebecca, la ama de llaves. Impecable y eficiente, Rebecca había sido una presencia constante durante años, casi un miembro de la familia. Su mirada se posó en Sarah, y luego, con una intensidad casi imperceptible, en el collar. Una sonrisa extraña, afilada y casi victoriosa, se dibujó en sus labios por un instante. Fue un gesto tan fugaz que Kathleen casi lo descartó, pero la semilla de la inquietud ya estaba plantada.

Los días siguientes fueron un torbellino de misterios cada vez más profundos. Sarah, con una inocencia desconcertante, tarareaba una canción de cuna que solo Julia conocía. Decía que no recordaba de dónde la había aprendido, “simplemente la sé”. La historia de la niña era simple y a la vez, llena de lagunas. Vivía en el orfanato Fairview, en las afueras de la ciudad. Dijo que encontró el collar en la calle, cerca de allí. La explicación se sentía ensayada, hueca. Kathleen, una mujer acostumbrada a analizar mercados y detectar fraudes, sintió que estaba frente a la mentira más elaborada de su vida.

La sospecha hacia Rebecca crecía con cada gesto. La forma en que observaba a Sarah, su interés casi depredador en el collar, sus preguntas sutilmente inquisitivas. Impulsada por una intuición que no podía ignorar, Kathleen comenzó su propia investigación. Descubrió que Rebecca estaba ahogada en deudas, con extractos de tarjetas de crédito que revelaban compras de lujo y retiradas de efectivo inexplicables. ¿Era el dinero un motivo suficiente? Kathleen contrató a Martin, un investigador privado, para que cavara más hondo.

Los hallazgos de Martin fueron la primera pala de tierra en una tumba de secretos. Rebecca había estado visitando el orfanato Fairview con una frecuencia alarmante durante el último año, usando pretextos como donaciones o voluntariado. Su conexión allí era un hombre llamado Marcus. Cuando Kathleen le preguntó a Sarah por él, la niña lo describió como un hombre amable que le contaba cuentos antes de dormir. Cuentos sobre una madre y una hija que vivían en una casa grande, “casi como esta”. Cuentos que eran un eco exacto de la vida de Kathleen y Julia. Marcus también le había dicho a Sarah que su collar era “especial” y que nunca debía perderlo.

La red de manipulación era evidente. Rebecca y Marcus habían estado preparando a Sarah, implantando en ella recuerdos y canciones para que, al llegar a la vida de Kathleen, pareciera una conexión del destino. Pero la pieza más devastadora del rompecabezas aún estaba por descubrirse. Aprovechando una salida de Rebecca, Kathleen, con el corazón martilleándole en el pecho, entró en su habitación. En el fondo de un armario, encontró una caja de madera. Lo que había dentro le heló la sangre.

Había fotos de su boda con Lucas, su difunto esposo, pero el rostro de Kathleen estaba arañado, borrado con una furia salvaje. Había un retrato familiar, rasgado por la mitad, separándola de su marido y su hija. Y debajo de todo, un diario. La caligrafía de Rebecca, afilada y llena de veneno, narraba años de una obsesión enfermiza por Lucas. “Lucas merece a alguien que lo ame de verdad”, escribió. “Él era mío primero. Debería haber sido mío para siempre”. Kathleen sintió que el suelo se abría bajo sus pies. Su empleada leal, la mujer que había estado a su lado en el duelo, la había odiado en silencio durante años.

La última prueba fue una carta dirigida a Marcus: “Asegúrate de que la niña tenga el collar. Necesitamos que Kathleen lo crea. Esto debe salir perfecto. Yo me encargaré del resto”. La verdad era un monstruo que la miraba a la cara. Rebecca no solo la odiaba, sino que había orquestado un plan diabólico. En ese momento, una conversación con Sarah cobró un nuevo y aterrador significado. La niña recordaba que el día que ella llegó al orfanato, otra niña se fue, una niña “muy bonita, de pelo rubio y ojos azules” que había sido adoptada. Al ver una foto de Julia, Sarah la señaló sin dudar. “Se parecía a ella”.

Todo encajó con una claridad brutal. Rebecca había secuestrado a Julia hace seis años. La había abandonado en el orfanato bajo una identidad falsa, borrando su pasado. Y ahora, años después, había utilizado a Sarah, otra huérfana, como un peón para terminar su venganza. El plan era diabólicamente simple: introducir a una niña con el collar y los recuerdos de Julia en la vida de una madre afligida para, de alguna manera, destruir lo poco que le quedaba. La colisión en la carretera no había sido un accidente; había sido el punto de partida de la fase final del plan de Rebecca.

La pena de Kathleen se transformó en una furia helada. La mujer que había llorado a su hija durante seis años se convirtió en una leona dispuesta a todo por recuperarla. El juego de Rebecca estaba llegando a su fin, y Kathleen, armada con la verdad, estaba a punto de hacer su jugada final, dirigiéndose al único lugar donde todas las pistas convergían: el orfanato Fairview.